Yereván es la capital de Armenia y tan solo estuvimos dos días. Veníamos de visitar varias poblaciones en el sur del país y una vez llegados a la ciudad no teníamos muchas ganas de estar. Teníamos más ganas de seguir disfrutando de la palabra tranquilidad. La ciudad no es que sea muy ajetreada – si tomamos como referencia las de India -, pero comparándola con el resto del país, es una ciudad colmena donde viven muchísimas personas. Fue un importante punto comercial en la Ruta de la Seda, pero cuando entró en la Unión Soviética destruyeron casi todo. Podríamos decir que es una ciudad nueva.
Caímos en un hostal que se encontraba en un barrio popular y residencial, apartado del centro, lleno de indios y pakistaníes viviendo en él. Muy económico. En Yereván y Tbilisi es algo muy habitual encontrarse con este panorama. Suelen venir a estudiar y trabajar, y llenan los dormitorios compartidos. En Kirguistán, en la capital, Bishkek, también ocurre algo por el estilo. Siendo pareja en estos casos recurrimos siempre a la habitación privada porque, primero, el desorden de las compartidas es brutal y, segundo, tampoco nos dejan dormir juntos en estas habitaciones compartidas y separadas por sexos.
Los días que estuvimos, andamos mucho para arriba y para abajo. Nos dimos cuenta que lo que predomina en la capital son sus edificios de color rosa. La toba armenia es quien tiene la culpa. Una piedra única del país y que, en otras poblaciones que vimos, este privilegio del color solo lo tenían los edificios más representativos, como ayuntamientos.
Cuando estuvimos en la aldea de Tandzaver, aún siendo un rincón muy rural, varias personas nativas nos mostraron la parte más artística de Armenia. Era el preámbulo de lo que nos esperaba al llegar a la capital. Era tal cual. La oferta cultural en temas de arte es bastante amplia. En el centro se puede ver monumentos repartidos por varios puntos, como si fuera un museo al aire libre. Visitamos la Plaza de la República, el complejo Cascada, la Ópera y sus parques, la calle peatonal más comercial de la ciudad, la Northern Avenue, y el Memorial del Genocidio Armenio que se encuentra en una colina. Aconsejamos fervientemente visitarlo para comprender un punto muy importante en la historia del pueblo Armenio.
Al poner rumbo a Dilijan, al Norte del país, salimos de la ciudad en un autobús urbano. Nos dejó en la estación de marshrutkas. No teníamos muy claro si hacer autostop desde ese punto, el cual era muy bueno, o montarnos en una marshrutka. Ambas opciones bordeaban parte del Lago Sevan. Finalmente nos decidimos por lo segundo.
A veces nos ocurre que pensamos que solo el autostop nos da muchas aventuras y que sociabilizamos más con la gente. Y suele ser así, pero a veces vale la pena cambiar para que ocurran otras historias. Dentro de la marshrutka conocimos a un chico. Era un tipo que enseguida se interesó por nosotros y hablaba un correctísimo catalán y castellano. Más tarde nos contó que era Armenio, venía de visita a ver a los familiares y hacía mucho tiempo que vivía en Barcelona. Estuvimos todo el camino hablando de muchos temas y llegados a destino nos preguntó que dónde íbamos a pasar la noche y si teníamos hotel… Le comentamos que no, que teníamos que andar y buscar. Nos despedimos, aunque por la tarde quedamos para tomar una cerveza.
Mientras buscábamos sitio para dormir, nos volvimos a encontrar y se empeñó en que fuéramos a su casa a tomar café. Aceptamos la invitación.
Una casa antiquísima y con trastos oxidados en el jardín – muy común en la ex repúblicas soviéticas de guardar todo ¡nunca se sabe!-. Era una reliquia de sus mejores tiempos. Del café pasamos a la comida. De una simple comida para seis personas pasamos a una barbacoa con carne y verduras para más de quince personas. De una barbacoa pasamos a unos muchos chupitos de vodka y de los chupitos ya no tuvimos que ir a buscar sitio para dormir porque nos ofrecieron quedarnos en su casa. Planazo. Armenia nos estaba dando unos momentazos surrealistas y unas lecciones para no olvidar.
A la mañana siguiente pusimos rumbo, a dedo y en marshrutka, a Alaverdi pasando por Vanazdor. Nos fue estupendamente. Tanto, que al mediodía ya estábamos en la población.
Alaverdi es un poblado ferroviario que se creó debido a la minería e industria del cobre. Hoy en día a caído un poco en el abandono. Una ciudad fea, en la que en los alrededores hay un par de monasterios Patrimonio mundial de la Humanidad: Monasterio de Sanahin y el Monasterio de Haghpat. Esa misma tarde visitamos el segundo. Al volver al hostal conocimos al único huésped que había, Andreu, y dio la casualidad que era un viajero de Barcelona. Solo pasamos una noche, ya que teníamos los drams justos para dormir y comer. No queríamos sacar dinero del cajero hasta llegar a Tbilisi. Pasar las fronteras sin moneda local nos ayuda a potenciar muchas aptitudes, y lo anecdótico que siempre todo se ha resuelto sin dinero.
A las puertas de cambiar de país, una conductora rusa, y un poco loca al volante, nos acercó hasta la frontera. Ella iba a Tbilisi, pero no nos volvimos a montar. Pasamos el control de fronteras. Bienvenidos a Georgia. Perros por todos los lados, nos acompañaron andando hasta Sadakhlo, y después de más de una hora esperando, un autobús vacío con 3 guías turísticos que acababan de dejar a un grupo en la frontera, pegó un frenazo, abrieron la puerta y con los brazos nos hicieron señas. ¡Tbilisi! ¡Free! ¡Tbilisi! ¡Free! Por supuesto, pagó la empresa.